Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1871-1872 (Cortes de 1871 a 1872)
Sesión: 16 de junio de 1871
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Réplica al Sr. Nocedal
Número y páginas del Diario de Sesiones 64, 1.724 a 1.726
Tema: 25.º aniversario del Ponficado de Pío IX

El Sr. Ministro de la GOBERNACIÓN (Sagasta): Señores Diputados, nada podía esperarse menos que el discurso que acaba de oír el Congreso en apoyo de la proposición que el Sr. Nocedal, con otros seis Sres. Diputados, ha tenido la honra de poner en manos de la Presidencia. ¿Es que el discurso que acaban de oír los Sres. Diputados es una felicitación al Papa, al Jefe de la Iglesia Católica, al Padre común de los fieles, o es, por el contrario, una peroración eminentemente política contra los Gobiernos liberales, contra las instituciones representativas y contra los progresos de la civilización? Si es esto segundo, y no lo primero, el Sr. Nocedal me va a permitir que le diga una cosa. Se ha levantado a apoyar una proposición para decirnos sencillamente: "siete Sres. Diputados hemos presentado una proposición; yo, como firmante de ella, tengo el deber por el Reglamento de apoyarla, y tengo el deber de pedir que la votéis; pero mi deseo es que no la vote ninguno más que los que pertenecemos a esa agrupación política, a esa secta política a que tengo la honra de pertenecer. " Porque yo pregunto, Sres. Diputados: la proposición, tal como está redactada y defendida, ¿es posible que la apoyen los individuos de esta Cámara que no pertenezcan al partido que se llama carlista? ¿Se trata de felicitar al Padre común de los fieles? ¿Se trata de congratularse porque haya llegado al aniversario vigésimo sexto? (El Sr. Nocedal, D. Ramón: Vigésimo quinto.) Empieza el vigésimo sexto: yo, en mi buen deseo, quiero hacer por el Papa más que S. S., porque le doy un año más.

¿Se trata de congratularse de esto? Pues todos los que somos católicos nos congratulamos con alma y vida, con tan buena fe, con tanta sinceridad como puede hacerlo el mismo Sr. Nocedal: pero ¿se trata de tomar al Padre común de los fieles, al Sumo Pontífice, al Jefe de la Iglesia católica, como instrumento de ciertas aspiraciones políticas, de ciertos partidos, de ciertas tendencias? Pues nosotros no podemos aceptar esto, sino que lo tenemos que rechazar con toda energía y con toda decisión; y no sólo lo rechazamos con toda energía y con toda decisión, porque a eso nos obligan nuestras ideas, nuestras tendencias y nuestras aspiraciones políticas, contrarias a las ideas, a las tendencias y a las aspiraciones políticas de S.S. sino que lo rechazamos con toda energía y con toda decisión en bien del mismo Padre Santo, en bien del mismo Jefe de la Iglesia, en bien del Sumo Pontífice, a quien no se debe traer a los debates políticos, ni tomar como bandera de partido.

Pero el Sr. Nocedal; a quien yo he oído con mucho gusto, siquiera no pueda admitir con igual placer las doctrinas que ha emitido en su discurso, pero a quien he oído con mucho gusto porque ha justificado la idea que yo tenía de S. S.; el Sr. Nocedal, para justificar su actitud política, no sólo ha combatido las tendencias, las aspiraciones políticas de los tiempos modernos, sino que ha hecho otra cosa más grave, que ha sido poner en completa contradicción la sociedad civil con la sociedad católica, y ha querido que la sociedad civil quede completamente supeditada a la sociedad católica; y para eso S. S. nos ha contado la historia a su modo, y aun cuando yo no podía esperar un discurso semejante, ni creer, por tanto, que me tuviera que ocupar en estas cosas, no me he podido preparar, como es necesario en estos asuntos que no se tratan de continuo, debo, sin embargo, recordar algo de lo que hace tiempo aprendí para contradecir lo que ha expuesto S. S. La religión no formó aquí la sociedad civil, como sucedió en Oriente; al contrario, la sociedad civil estaba creada cuando vino la religión, que la sociedad civil aceptó en su seno, y en su seno creció; la admitió como compañera sin reconocerla como soberana, si bien por circunstancias extraordinarias se veía algunas veces obligada a reconocer su influencia y a valerse de ella en muchos casos.

En Oriente la religión formó la sociedad civil y quedó desde luego supeditada al principio teocrático, y fue gobernada por gobiernos sacerdotales; pero en Grecia y en Roma no hubo sociedad sacerdotal y la religión, particularmente en Roma, no fue más que un instrumento del Estado. Así es que allí no se reconoció ningún orden de ideas de origen superior y divino que sirviera de lazo de unión entre los individuos que pertenecían a la sociedad civil; hubo, es verdad, una idea que animó a aquellos pueblos y los hizo grandes y célebres, y esa fue la idea de libertad; cuando esta idea desapareció, desapareció todo para aquellos pueblos y cayeron en la degradación y el envilecimiento. Entonces la sociedad cristiana, joven, entusiasta, pensadora, cogió la libertad que se cayó de las manos de la sociedad civil decrépita, siendo ésta por aquella vencida. El cristianismo trajo, en efecto, indestructibles elementos de libertad para las naciones; pero la sociedad sacerdotal desoyó los preceptor divinos, dejándose arrastrar de las pasiones mundanas, y soñó en el dominio universal; y así vemos cómo Gregorio VII, Inocencio III. Bonifacio VIII y otros predicaron la teocracia universal, pro clamaron la supremacía de la Silla romana sobre todos los Tronos; establecieron la doctrina de que la autoridad de los Príncipes dimanaba de la autoridad eclesiástica, y excomulgaron Reyes, y destituyeron Emperadores, y arrebataron provincias enteras en sus legítimos poseedores para entregarlas a vasallos rebeldes, y excitaron a Ios pueblos a rebelarse contra sus Soberanos, llegando por este medio a dominar casi por completo la sociedad y a gobernar casi en absoluto la Europa.

Pero la verdad es que al fin y al cabo estos sueños de dominio universal, de teocracia universal, desaparecieron. Y de esta revolución vino la división de los tiempos, desde la caída del imperio romano hasta nuestros días, en dos épocas: la Edad Media, en la cual el clero era omnipotente, y la edad moderna, en que el [1.724] poder civil fue recuperando y recobrando la influencia que fue perdiendo el poder clerical, y en la que pudo amoldar sus instituciones a sus necesidades. En la primera época, el poder eclesiástico absorbió al poder civil; y en la segunda época, la potestad civil recobró todo el poder que le había usurpado la potestad eclesiástica.

Así es que la Iglesia ha sido grande, es grande y será grande mientras no se salga de sus límites naturales. Cuando la Iglesia, traspasando estos límites, ha querido invadir el poder del Estado, entonces el poder de la Iglesia no ha sido tan grande, como lo prueban tres siglos de derrotas consecutivas. Y el Sr. Nocedal puede estar seguro de que el poder ilegítimo de la Iglesia, y lo llamo ilegítimo en cuanto quiera ser absorbente del poder del Estado, sufrirá la más grande de las derrotas si, traspasando los límites naturales que tiene la Iglesia trazados, si olvidando su sagrado ministerio, trata de poner mano en las instituciones políticas del Estado.

 Porque, señores, es necesario convencerse de que la sociedad eclesiástica vivir con grande influencia, tendrá extraordinario poderío mientras marche paralelamente con la sociedad civil; pero desde el momento en que estas dos sociedades marchen en sentido opuesto y choquen, declaro que se necesita estar ciego por el fanatismo, para no ver que la sociedad eclesiástica no puedo sufrir el empuje de la sociedad civil. De ahí, señores, el que la potestad eclesiástica, si se empeña en absorber los poderes políticos del Estado, tendrá que sufrir la enérgica resistencia de la potestad civil, y repito que se necesita estar ciego para no comprender que en esta lucha ha de ser, más que vencida, derrotada y aniquilada la sociedad sacerdotal.

Pero es más: estas ideas de absorción de la sociedad civil por la sociedad sacerdotal son nuevas, son de los nuevos ultramontanos, porque lo que antes se llamaba ultramontanismo no se parece al ultramontanismo de ahora; el ultramontanismo de ahora es nuevo, y nada tiene que ver con el que nosotros hemos conocido. El ultramontanismo de hoy es distinto del ultramontanismo de ayer; porque, señores, para los ultramontanos de hoy ya no basta servir al Papa, dedicarle su vida, emplearse completamente en su servicio; es necesario, además, abdicar la razón y el entendimiento; es preciso cerrar los ojos a la evidencia; es indispensable convertirse en una más inerte, sumisa al despotismo teocrático, que es el despotismo más insufrible, más insoportable de todos los despotismos. Y, señores, el que no haga todo esto, sufre las censuras más terribles de esos señores ultramontanos.

Así estos nuevos ultramontanos van enajenando al Papa la voluntad de los hombres más eminentes, de sus más fieles servidores, de los que han consagrado su vida primero a Dios y después al Papa. Así vemos, señores, hombres eminentes como el P. Lacordaire, como el P. Jacinto, como Mr. Dupanloup . . . (Risas entre los Diputados de la minoría carlista.) Os reís de hombres eminentes como el Arzobispo de París el año 53, y como el Arzobispo que acaba de ser víctima de los horrores de París. Pues esas personas eminentes, que han sacrificado su vida en aras de la Iglesia y del Papa, los vemos blanco de las iras y de las diatribas más acerbas de esa parte ultramontana, y las vemos objeto de cartas y folletos los más terribles, en cuyas cartas y folletos no se discuten sus doctrinas, ni se les da consejos, sino que se les amenaza, se les injuria y se les maltrata por esa turba fanática que después de haber perdido al Papa va a perder a la Iglesia.

La verdad es que los ultramontanos antes jamás tuvieron más pretensión que el de que los poderes temporales no intervinieran en los intereses espirituales; pero nunca proclamaron la infalibilidad personal y separada del Papa; nunca proclamaron el despotismo teocrático de la Iglesia; nunca proclamaron el poder absoluto de la Iglesia, que si es repugnante en el Estado, es más repugnante todavía en la Iglesia.

Y es muy extraño que al hablar de ciertos varones ilustres a quienes los ultramontanos debían respetar, lo hayan recibido con risas y murmullos. Pero no, no lo extraño; ¡pues si recibisteis también con murmullos y diatribas al mismo Pío IX, cuyo aniversario estáis ahora celebrando! Pues Pío IX ¿no era en 1.848 tan infalible como ahora para vosotros, y sin embargo lo maltratásteis como maltratáis ahora a esos varones ilustres? ¿Pues no me acuerdo yo todavía (y es lástima que no haya tenido conocimiento de que esta proposición iba venir, porque hubiera refrescado mi memoria en la historia que tengo leída, pero que ya tengo casi olvidada); pues qué, no recuerdo que Ilamaban estos que ahora se dicen tan amigos del Papa, que pretenden declararle infalible en todo y para todo (Varios Sres. Diputados de la minoría carlista: No es verdad.) Tengan un poco de paciencia los ultramontanos. ¿Pues no recordáis, repito, cuándo esos que ahora quieren hacer infalible al Papa en todo y para todo, no recordáis que esos mismos tuvieron el atrevimiento, cuando el Papa tomó cierto camino y quiso amoldar las prácticas de la religión con las necesidades de la civilización moderna, de llamarle Robespierre con tiara? ¿No sabéis que entonces tuvieron la pretensión de destituirle por loco?¿No sabéis, señores, y no recordáis que en el reino de Nápoles se prohibió con penas severas tocar el himno de Pío IX por uno de esos Reyes que tanto ensalzan y tanto defienden esos señores?

 Pues ésta es la diferencia que hay entre nosotros y vosotros, y por eso no podemos asociarnos a vuestro pensamiento de hoy, porque para nosotros hoy el Papa es lo mismo que en el año 48; para nosotros era respetable en el año 48, como respetable es hoy como Padre de la Iglesia católica, como Jefe de la Iglesia católica; pero para vosotros no es el mismo hoy que ayer: vosotros no le aplaudís, no le ensalzáis más que cuando creéis que puedo servir de instrumento a la realización de vuestras pasiones políticas.

Es singular la religión de los nuevos ultramontanos, que sólo tienen elogios para el Papa, y le ensalzan y quieren hacerle infalible en todo y para todo, cuando el Papa tiene cierta tendencia, y le condenan, le maltratan, le injurian, cuando el Papa cree que puede marchar por el camino de la civilización, y seguir paralelamente con los progresos de los tiempos, sin ser obstáculo a la marcha progresiva de la humanidad.

Señores Diputados, voy a concluir, que no quiero molestar más vuestra atención, y voy a concluir diciendo que a pesar de los discursos elocuentes de los neoultramontanos, yo creo, como creía el Arzobispo de París, el pastor de la diócesis más grande de la cristiandad, que los ultramontanos de hoy hacen más daño al Papa que sus más encarnizados enemigos; yo creo, como aquel insigne Arzobispo, que no sólo hacen daño al Papa esos ciegos amigos (digo, amigos cuando les conviene; cuando pueden utilizar su amistad para sus fines políticos y particulares), sino a la Iglesia, y más daño que los enemigos más encarnizados del catolicismo; pero como aquel Arzobispo, creo que, a pesar de todo [1.725] señores, a pesar de todo, la religión católica, conservando lo sublime, lo inmutable de sus dogmas y de su moral, se amoldará en Europa, como se ha amoldado ya en América, a las necesidades imprescindibles de la moderna civilización, y que allí, como aquí, seguirá siendo el consuelo y la luz del género humano.



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